No tengo ni la más remota idea de qué se considera formalmente punk. Cuando era un tierno adolescente adoraba escuchar música catalogada como tal, sí. También tenía claro cuál era la actitud que proyectaba esa palabra: la desobediencia, el rechazo de la autoridad, la despreocupación o incluso la violencia formaban parte del imaginario que, para mí, englobaba el punk. A día de hoy significa muchas cosas muy distintas, lo que no significa que mi concepto actual sea más válido que el antiguo. Lo importante aquí es, precisamente, la idealización de corrientes y cómo algunas simples ideas nos permiten definir cómo percibimos un concepto.
Suda51, el creador que hoy abordo (de nuevo), a la hora de crear Killer7 tenía un concepto muy claro de lo que era el punk, y esta idealización fue la columna vertebral de la que considero su mejor obra. Si bien estamos acostumbrados a que la influencia del punk en el medio se limite a la estética y actitud, este juego tiene alma punk. Es irreverente no sólo por hacer cortes de manga y decir unos cuantos “que te jodan”, sino porque se opone directamente a todo lo que el público esperaba de él allá por 2005.
Killer7 es, fijándome en sus contemporáneos, una obra a la que no le interesa cuál es su lugar. Un trabajo excéntrico de un creador atípico, un reflejo perfecto del autor. No solo es un juego único e irrepetible, sino que fue creado con la intención de transmitir eso, y esto es algo que ha jugado a su favor y en su contra. Por un lado, es razón indiscutible de que haya podido entrar al panteón de los títulos de culto, con su nombre grabado a fuego junto a otros grandes, aunque poco mediáticos. La otra cara de la moneda viene por la recepción que tuvo en su lanzamiento original. Bebiendo un poco de Metal Gear Solid 2, las expectativas de los jugadores sumadas al marketing de Capcom hicieron parecer a Killer7 como un sangriento juego de acción limitado por los moldes del género en aquella época. Nada más lejos de la realidad.

Tosco, vistoso y bastante confuso. Así es Killer7 en absolutamente todas sus facetas.
A día de hoy, esta magia ya se ha agotado. Se sabe que Killer7 es… una cosa rara. Un título que únicamente nos permite movernos sobre raíles, con mecánicas de disparo tan estáticas como toscas, además de varios puzles muy “videojueguiles”. Eso sí, que el telón se haya levantado no es malo para la obra. Volviendo a la comparación con la magnum opus de Kojima, el paso del tiempo y la evolución de la industria, público y crítica en el videojuego están propiciando un nuevo discurso alrededor de este confuso título. Con un prisma contemporáneo, es más fácil hablar de cómo la visión punk que comentaba antes desafía tanto expectativas como convenciones de diseño, buscando chocar contra todo lo preestablecido. Esto no se ve únicamente en su lado mecánico, sino también al hablar de su narrativa, la cual es poco clara y está, como poco, descoyuntada.
Pero, ¿de qué trata Killer7? Si hablamos de su trama a nivel tradicional os voy a decir que yo qué sé. Sí, tenemos un montón de acontecimientos, un mundo más o menos construido y un asesino con siete personalidades en torno a las cuales gira la acción. Más allá de eso, el juego cuenta con una de las narrativas más descoyuntadas y opacas que recuerde en el medio. Podemos sumergirnos en ella, crear conexiones, buscar significados y montarnos nuestro propio corcho con fotos, chinchetas e hilos para desenmarañar este misterio. ¿Pero es eso lo que busca Suda del jugador? No lo creo. Las incoherencias, los vacíos y las idas de olla están ahí no para ser interpretadas, sino para formar el corazón de la obra. Todo esto es algo que viene de fábrica. Al hablar narrativamente de este título solo puedo centrarme en el leitmotif más presente en el portafolio de Suda: la violencia.

No dudo que se puedan hacer interpretaciones trabajadísimas sobre por qué disparamos a un ángel moe en este juego. La pregunta es, ¿de verdad hace falta intentar descifrarlo?
Citando al YouTuber Ian Danskin en uno de sus videoensayos sobre Mad Max: Fury Road, lo importante de la violencia no es si se ejerce o no, sino con qué fin se hace. Este concepto me parece que casa perfectamente con Killer7, pues precisamente ese tipo de contexto nos falta durante la duración del título. Matamos violentamente a grotescos y misteriosos enemigos, pero al juego parece no importarle que sepamos por qué. La violencia brutal y sangrienta de esta obra no se ejerce con un objetivo, sino que es una meta en sí. Es muy videojuego y mucho videojuego. Hasta aquí, de nuevo, llega la sombra de la rebeldía, el ruido y la oposición a lo preestablecido, pues la brutalidad en el medio generalmente es una herramienta, no una razón.
El eslogan de Grasshopper Manufacture, estudio dirigido por Suda51, es Punk’s Not Dead (el punk no está muerto), y esto es mucho más que una frase chula. Nos presenta un lema que se ha seguido de pe a pa a través de gran parte de la historia de este equipo. El punk no está muerto porque Suda y sus compañeros siguen oponiéndose a hacer las cosas como los demás. No hay autoridad que pueda con ellos, el lenguaje mecánico que usan las grandes producciones para ser accesible no es más que algo a evitar. Este acercamiento a la creación de un videojuego es peligroso, pero el punk es temerario, irreverente y, ante todo, algo más que una fase. Para Suda51 y Grasshopper Manufacture el punk no está muerto porque forma parte de su identidad como creadores. Así es como la romantización de esta cultura se ve reflejada en sus obras, pues infecta todo lo que este particular grupo de profesionales toca. El punk no solo no está muerto, sino que es una enfermedad incurable y bienvenida, una señal de que siempre vamos a ver títulos que viven en la periferia de la industria y están hechos para aquellos que no tengan miedo a cuestionar años y años de aprendizaje e interiorización.

Esto… sí, vale.
Killer7 no existe para nuestras teorías, sino que lo hace pese a ellas. Es un título que no necesita un público que lo interprete, pues su objetivo es confundir, contradecir y ser tan diferente como laberíntico. Obviamente, nada os detiene de intentar descifrar sus descabelladas líneas argumentales, pero ahí yace su belleza. Es una obra que se puede disfrutar tanto si intentamos comprenderla como si preferimos dar prioridad a la experiencia que nos brinda su irracionalidad. Es tosco, poco intuitivo, y a ratos nada disfrutable, pero tiene un valor innegable como videojuego diferente al resto de sus congéneres.